Mi primera vez

Fue una tarde de septiembre. Era viernes. El primero después de las vacaciones. Necesitaba respirar, coger aire. Ilusionarme de nuevo. Iniciar una aventura. Trasteé un rato en el ordenador, apunté varias cosas en una lista y apagué las luces del despacho. Ensayé el discurso por el camino, en silencio, y me planté en el sitio en menos de cinco minutos. Casi los mismos que tuve que esperar a que llegara mi turno.

«Quiero unas acuarelas», dije con firmeza. «Son para regalar», añadí después. Es lo que siempre digo cuando no quiero reconocerme novel en un asunto. Y al instante saqué mi lista con los números de los pinceles, el tipo de libreta y el tamaño que había elegido para la paleta de mezclas del supuesto regalo. Alejarme de la escena me da siempre la tranquilidad de poder preguntar con insistencia sin reconocer mi ignorancia. Sin desvelar mis cartas para otra primera vez. Las elegí «no muy caras», porque el regalo era para una persona que estaba empezando, pero en realidad lo hice porque las aficiones suelen durarme lo que tarda en caducar la novedad. Mi casa está llena de sueños de una noche de verano.

Entablé una conversación con el dependiente de la tienda de Bellas Artes intentando disimular el nivel, mostrando mi desinterés por el asunto. Salí del local por el que tantas veces había pasado con una bolsa de primeros auxilios artísticos. Con todo lo necesario para quemar la larga tarde de luz en casa. Elegí estratégicamente la mesa del salón, que linda con una enorme ventanal, y dispuse mis nuevos juguetes como quien se aventura a colocar la mise en place de una receta que hace por primera vez. De una de repostería, en la que necesitas tener pesados los ingredientes para ir siguiendo la letra que acabará dando forma al dulce. Abrí mi caja de acuarelas de 12 colores, desenfundé los tres pinceles y elegí un bote de mermelada de albaricoque vacío como vaso de agua donde aclarar los pinceles. Encendí spotify, hice sonar El lago de los cisnes y di por inauguarada mi nueva afición.

Mojé el pincel del número 6, que entonces me parecía finísimo, y lo rocé con el godet rojo (sí, ahora sé que se llama así a lo que yo llamaba pastilla). Me pasé de agua, abombé el papel, volví a insistir con el color e intenté pintar una flor. Una hora después, me reconocí a mí misma buscando tutoriales en youtube y enviando decenas de mensajes a Gorka como cuando consigues recorrer tus primeros pasos en bici. «Mira, mira, sin manos». Algo así como, «mira, mira, mi primera flor».

Desde el primer destrozo he seguido pintando todas las semanas. Primero una flor, luego una casa, y después la Plaza Mayor de Cuenca. Palabras mayores. En Navidades dibujé, pinté y escribí a mano 12 postales para doce personas que habían sido importantes para mí en 2018. Aunque jamás he asistido a una clase de pintura, ni tengo conocimientos artísticos, tengo necesidad de poner sobre papel trazos y colores. La misma sensación que tenía cuando bailaba ballet, e intentaba poner movimiento a la música. Curiosamente, cuando pinto escucho a Tchaikovski, y busco la noche. Esa en la que Odette reinaba en el Lago de los cisnes, o en la que, mientras todos dormían, alguien se encargaba de arreglar el Cascanueces.

Calle Alfonso VIII/ MH

La afición que empezó en verano me duró todo el otoño, ya me acompaña durante medio invierno y tiene pinta de que superará la primavera. Pintar me hace muy feliz porque cuando pinto, solo pinto. Bendita primera vez.

4 comentarios

  1. Me gusta mucho como escribes. Se nota que no te pasa como con las acuarelas. Todo lo contrario que a mi. Llevo toda la vida pintando y ahora, trato de escribir. Y como todos los inicios, difícil.
    Pero, como tú, soy cabezota y me meto en muchos «saraos» que siempre suponen retos.
    Creo que ya te seguí en otra ocasión, pero si me mandas lo que salga de la Expridora, lo leo seguro. Gracias.

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