Yo siempre tuve un huerto. Con un apellido como el mío no era nada extraño. Afortunadamente, cuando era pequeña tuve un profesor que nos enseñó a germinar lentejas y garbanzos en el tarro de cristal en el que antes había un yogur. Un algodón mojado, un vasito y un puñado de legumbres y pura magia. También tuve una abuela como Herminia, la abuela de Cuéntame, que tenía decenas de plantas en la terraza, entre ellas, un poto y la planta del dinero.Pero la mía se llamaba Ascensión. Junto al fregadero siempre tenía varios tallos tronchados metidos en un vaso de agua para que echaran raíces. También perejil, plantado en la maceta más grande. Por toquetear sus hojas un día en el balcón de mi tía Celia recibí mi primera picadura de abeja. Gajes del oficio. También tuve un abuelo con unas botas de agua verdes pesca. Y con él, mi abuelo Federico, iba siempre al huerto de Paulino, un amigo de la familia que tenía un terreno donde mi abuelo pasaba las mañanas y tardes de siembra, riego y azada. A finales del invierno buscábamos los plantones para hacer «la olla» para sacar las plantas de tomate y pimiento. También de pepino. Lo tapábamos con plástico para evitar las heladas traicioneras. Y aún lo seguimos haciendo. Siempre me encantó ir con mi abuelo al huerto. Hacer los surcos. O ver cómo él los hacía, con su camisa anudada, las botas de agua y el sombrero de paja. Me divertía y me fascinaba a partes iguales. Eso sí, siempre preferí que me plantara fresas, pero creo que nunca llegué a comerme ninguna. Lo nuestros eran los tomates, pepinos, judías verdes, patatas, ajos, cebollas y pimientos. En cierta época en mi comunidad de vecinos se practicaba (y aún se sigue haciendo) el estraperlo de hortalizas. Una pseudocompetición por ver quién la tenía más grande. La cosecha, claro.
Yo entonces no lo sabía, pero estaba asistiendo a una asignatura más importante que las matemáticas del colegio. Más aún que la lengua o el inglés. Mi abuelo, y el resto de mi familia me dieron las lecciones para amar el campo. Para querer saber de dónde salen las zanahorias y que la paciencia es un valor para esto del agua y el abono. Y lo mejor de todo es que luego el campo te lo devuelve. Y te enseña a comer de una manera que no se enseña en los libros. Imposible despreciar las verduras y frutas que durante meses has visto crecer. Un crimen tirar un género por el que te has quedado sin vacaciones porque nadie te podía regar la cosecha. Y un despropósito malgastar unos tomates que por suerte te han salido más rojos y gordos (y feos) que los del vecino. En mi casa no se tira nada. El tomate se fríe y se guarda, los pimientos se asan y se embotan, y las judías verdes se congelan. Las patatas, ajos y cebollas aguantan todo el año en el trastero, extendidas en el suelo, y los calabacines, directamente, no llegan al final del verano porque nos los hemos comido antes. En casa seguimos teniendo huerto y las nuevas generaciones ya se han subido al carro…
Conocí a Héctor casi por casualidad. Lo cierto es que los tomates que había plantado en la terraza no me salían. A mí!! Las flores amarillas salían sin problema, pero a la mañana siguiente, todas se habían caído. El calor, me decía él. «Levántate pronto y las pulverizas con agua». Y allá estaba yo con mi spray de agua regando los tomates a las 7 de la mañana. Pero ni con esas. Al año siguiente lo volví a intentar. Y planté guindillas. Y me salieron. Y así, hasta hoy, que ya preparo la nueva cosecha. Una en la que no vamos a recoger verduras ni frutas. Vamos a sembrar experiencias. Y a recoger sonrisas. Las de la satisfacción que nos dará si podemos conseguir que sólo uno de los niños que formarán parte del proyecto Crec3r sea un poco como yo. Que vaya con su abuelo al huerto. Que valore un buen tomate. Que sepa que las zanahorias no vienen del supermercado, y que los garbanzos no salen de la bolsa. Crec3r nace para que las nuevas generaciones, los minis como él prefiere llamarlos, aprendan a amar la tierra jugando, que es lo que deben hacer los niños. A diseñar juguetes o semilleros con las botellas de la fanta que se han bebido en un cumpleaños, o a utilizar lo que con tanto cariño han cultivado en su huerto para elaborar una receta que se comerán en el comedor del cole. Con Crec3r creceremos todos. Y todo habrá valido la pena si los peques de los 50 coles de Intur Colectividades en Castellón que empezarán con la experiencia en el próximo curso algún día se comen un tomate que hayan plantado en su terraza. Eso es Crec3r. Y me emociona.
Por muchas razones y solo habiéndote leído dos cosas: Los recuerdos de mi madre y Yo tuve un huerto (que he compartido en Facebook)»me has enganchado» y quisiera seguirte.
Gracias, un abrazo